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Seis años de denuncias, sumarios caídos y una docente desplazada en silencio

Una docente efectiva denuncia violencia de género, hostigamiento laboral y persecución institucional tras un episodio ocurrido en 2020. Pese a informes internos que acreditaron la agresión, el sumario contra su superior fue archivado, mientras ella fue desplazada de su área, aislada en un sector precario y hoy quedó sin materias para dictar.

Por redacción
| Hace 13 horas

Pasaron casi seis años y el conflicto sigue abierto. No en los expedientes —que se acumulan, se trasladan o se enfrían— sino en la vida cotidiana de una docente universitaria que asegura haber sido víctima de violencia verbal, física y simbólica por parte de su entonces superior jerárquico, y luego de un sostenido proceso de hostigamiento institucional.

 

El hecho central ocurrió en marzo de 2020, en dependencias de la Facultad de Química, Bioquímica y Farmacia de una universidad nacional. Según su relato, aquel día fue increpada en un pasillo y luego empujada cuando intentó ingresar a un box de trabajo para solicitar tareas de investigación, indispensables para su carrera docente. La discusión escaló a gritos, descalificaciones personales y profesionales, insultos de contenido sexual y una frase final que, asegura, la quebró emocionalmente. La escena ocurrió frente a su hijo menor, que la acompañaba por no tener con quién dejarlo.

 

No era el primer episodio. En noviembre de 2019, la misma docente ya había vivido una situación de encierro y reproches en una oficina, también basada —según afirma— en acusaciones falsas. Pero lo ocurrido en 2020 marcó un quiebre. Sufrió una crisis nerviosa, fue asistida médicamente y recurrió de inmediato a las autoridades de la facultad.

 

Ese mismo día intervino la Secretaría Académica y luego la Secretaría General de la universidad. El caso fue derivado al espacio institucional creado para abordar situaciones de violencia y también fue evaluado por la secretaría de género del gremio docente. Ambos informes coincidieron: la docente había sido violentada.

 

Sin embargo, el sumario administrativo iniciado contra el profesor denunciado fue archivado. La resolución se apoyó casi exclusivamente en el testimonio de una tercera persona vinculada al mismo grupo de poder académico, sin ponderar los informes técnicos que acreditaban la violencia. Para la denunciante, ese fue el primer mensaje claro: el respaldo institucional no iba a llegar.

 

Poco después, el docente denunciado presentó una acusación penal en su contra por supuestas amenazas de muerte. La docente se enteró de manera informal y se presentó espontáneamente ante la Justicia. La causa avanzó, se le impusieron medidas restrictivas y, aunque finalmente fue cerrada por inexistencia de delito, la universidad mantuvo esas restricciones durante años, incluso cuando ya no tenían sustento judicial.

 

Como consecuencia, fue retirada de su lugar habitual de trabajo y reubicada en un sector que describe como aislado, sin condiciones edilicias adecuadas y lejos de su ámbito académico. Paralelamente, fue apartada de su área de investigación y reasignada a materias ajenas a su formación, que debió aprender desde cero para conservar su carga laboral.

 

El conflicto escaló más allá de lo laboral. La docente relata internaciones involuntarias en el área de salud mental, denuncias cruzadas, gastos sostenidos en abogados de distintos fueros y una situación familiar extrema: durante meses perdió el contacto con su hijo, en el marco de actuaciones judiciales que luego fueron revertidas.

 

En 2024, con patrocinio legal, logró que la causa pasara al fuero federal, al tratarse de una universidad nacional. También presentó una denuncia contra autoridades universitarias por omisión y violencia institucional. Ese expediente sigue en trámite.

 

Hoy, el escenario es aún más incierto. Las materias que dictaba fueron eliminadas del nuevo plan de estudios y no tiene asignación docente para el próximo ciclo. Es efectiva, no tiene sanciones en su legajo y cobra su salario, pero se encuentra —según define— “sin funciones reales y sin resolución”.

 

“Los roles se invirtieron”, sostiene. “Para la institución, yo soy el problema. Él siempre fue protegido”. Mientras tanto, asegura que continúa en tratamiento psicológico y que cada cruce dentro de la universidad le reactiva el miedo.

 

Seis años después del primer grito en un pasillo, la pregunta sigue abierta: qué hace una institución cuando sus propios mecanismos reconocen una violencia, pero el poder decide mirar hacia otro lado.

 

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